Bajo el sol abrasador de la mañana, una multitud inquieta se agolpaba ante un funcionario de inmigración en un remoto rincón de México, cada una rogando por tomar un vuelo de salida.
No intentaban llegar a Estados Unidos, como muchos de ellos habían anhelado no hace mucho. Ahora intentaban regresar a Venezuela —o simplemente escapar de esta ciudad—, si al menos tuvieran los pasaportes, los papeles o los medios para salir.
Hay al menos 3000 venezolanos varados en Tapachula, una ciudad sofocante cerca del extremo sur de México, que solía ser una puerta de entrada para los migrantes procedentes de Guatemala. No hace mucho, miles de personas recorrían sus calles, abarrotando albergues y durmiendo en patios, parques y plazas.
Pero la ciudad se ha quedado quieta. Los refugios están vacíos. Los parques donde las familias se hacinaban están desiertos.
Ahora, el movimiento es a la inversa. Una a una, las personas suben a autobuses, vuelven sobre sus pasos a pie o cruzan flotando el río Suchiate, de vuelta a Guatemala y a sus países de origen.

Migrantes venezolanos esperando ante una oficina de migración en Tapachula, con la esperanza de ser repatriados en vuelos humanitarios.

El río Suchiate, antaño un bullicioso punto de paso para los emigrantes que entraban en México, está ahora tranquilo. Solo unos pocos hacen el viaje a la inversa, regresando a sus hogares o cruzando para hacer compras locales.
Forman parte de una creciente ola de migración inversa: personas que, ante las políticas de línea dura del presidente Trump, han tomado la dolorosa decisión de regresar a los países de los que una vez huyeron —lugares marcados por la violencia, la pobreza y el cambio climático— y abandonar, al menos por ahora, sus sueños de una vida mejor.
Los miles de personas que permanecen en Tapachula carecen de documentación o recursos para hacer otra cosa que esperar. Las restricciones migratorias de México, adoptadas bajo la presión de los gobiernos de Joe Biden y Donald Trump, les impiden incluso salir de la ciudad, y tampoco pueden regresar fácilmente a Venezuela.
“Estamos atrapados”, dijo Patricia Marval, una venezolana de 23 años que tiene ocho meses de embarazo y lucha por cuidar a tres niños en una choza de una sola habitación hecha de bloques de hormigón.
Cada día, su pareja intenta reunir unos pocos pesos en un taller de carpintería: apenas lo suficiente para arroz y tortillas, pero nunca para comprar pañales para Siena, su hija de un año. Algunas noches, el hambre les atormenta mientras duermen, dijo.
La desesperación es tan aplastante que Marval dijo que incluso se ha planteado pedir a un vecino que se quede con uno de los niños, para que al menos puedan comer tres veces al día. “Si pudiera dejar a alguno te juro que lo haría”, dijo sollozando. “Pero no puedo”.

Patricia Marval, embarazada de ocho meses y luchando por cuidar a sus tres hijos, dijo que estuvo lo bastante desesperada como para haber considerado la posibilidad de acabar con su vida.

Alan, hijo de Marval, de 7 años, quien nació en Venezuela. Cada uno de sus hijos nació en un país distinto.
Hay entre 8000 y 10.000 migrantes en una situación similar dispersos por el estado sureño de Chiapas, según Eduardo Castillejos, subsecretario de una agencia del gobierno estatal que se ocupa de los asuntos de los migrantes en la frontera sur. La mayoría proceden de Venezuela, Cuba y Haití, y pretendían llegar a Estados Unidos.
Pero son los venezolanos, dijo, los que están más desesperados por salir y los que se enfrentan a mayores obstáculos. Sin recursos y sin documentos de viaje, “a estas personas se les acabaron las alternativas”, dijo Castillejos. “Están enfrentando una situación color hormiga”.
Afirmó que se necesitan más recursos para emplear e integrar a los migrantes, no solo en Chiapas, sino en todo el país. “México ya no solo es un país de paso, poco a poco nos estamos convirtiendo en un país destino”, dijo. “Y necesitamos adaptarnos a esa nueva realidad”.
El gobierno mexicano, para tratar de evitar los duros aranceles amenazados por Trump, ha intensificado sus esfuerzos en los últimos meses para detener el flujo de migrantes que se dirigen hacia la frontera con Estados Unidos.
Los migrantes de Tapachula no pueden salir de la ciudad ni del estado sin un permiso especial de migrante concedido tras solicitar asilo, un proceso que puede llevar meses. Los que intentan salir sin los documentos adecuados suelen encontrarse con controles de inmigración en autobuses y carreteras, donde los funcionarios habitualmente detienen a los viajeros sin la documentación requerida, según las entrevistas con decenas de migrantes y defensores de los derechos.

A bridge over the Suchiate River separating Guatemala and Mexico, once bustling with migrants, is now quiet.
Las personas dispuestas a abandonar el país también se enfrentan a obstáculos, ya que muchas carecen de pasaportes válidos, permisos de tránsito o documentos de identidad. Los que no tienen medios para emprender el largo viaje deben esperar a ser seleccionados para un vuelo humanitario proporcionado por México, y a que el gobierno venezolano apruebe su regreso.
Actualmente, hay miles de personas en lista de espera para un vuelo a Venezuela, según una funcionaria que hablaba con los migrantes, pero que se negó a dar su nombre porque no estaba autorizada a hablar con periodistas.
“Es como estar en la cárcel, porque no podemos ir ningún lado”, dijo Mari Angeli Useche, de 24 años, que salió de Venezuela hace ocho meses, con la esperanza de llegar a Estados Unidos, y ahora espera poder tomar un vuelo humanitario a Venezuela antes de dar a luz. El parto está previsto para dentro de unos tres meses.
Para algunos, especialmente los que ya llevan años viajando, la espera es insoportable.
Keila Mendoza, de 34 años, huyó de Venezuela hace ocho años, rumbo a Colombia y con la esperanza de llegar finalmente a Estados Unidos. En el camino, conoció a su pareja y dio a luz a sus hijos, que ahora tienen 7 y 3 años.
Llegaron a Tapachula hace seis meses y empezó su pesadilla. Un grupo de delincuentes secuestraron a Mendoza durante siete días, dijo, exigiendo rescate y robando el poco dinero que la familia había reunido. Poco después, su pareja los abandonó.
Ahora, Mendoza hace trabajos domésticos en una tienda de comestibles local, para intentar cubrir la comida y el alquiler, aunque a menudo no hay suficiente para ninguno de los dos. “A veces no tengo ni para darle de comer a mis hijos”, dice.

Mendoza, con sus dos hijos, abriendo la puerta a los clientes de una tienda de comestibles, con la esperanza de recibir propinas.

Los hijos de Mendoza, Kendrick, izquierda, y Kaleth, fuera de la tienda.
Los únicos documentos que tiene son los documentos de identidad de sus hijos, que prueban su nacionalidad colombiana. A pesar de estar desesperada, la idea de regresar al país del que escapó hace años la llena de temor.
“Quiero irme a mi casa, pero yo allá no tengo nada, ni nadie que me espere”, dijo. “¿Cómo empiezas una vida otra vez desde cero?”.
Incluso esos documentos son más de lo que tienen muchos migrantes. Entre las personas abandonadas en Tapachula hay mujeres que han criado a sus hijos durante el largo viaje desde Venezuela. Algunas dieron a luz en lugares como Perú y Colombia, trayendo al mundo niños que ahora tienen nacionalidades diferentes, pero no documentos oficiales que demuestren quiénes son. Sin siquiera certificados de nacimiento o pasaportes, su futuro incierto pende aún más de un hilo.
“Estoy desesperada por irme, pero no puedo, no sé qué hacer”, dijo Marval, que tiene tres hijos: Alan, de 7 años, nacido en Venezuela; Ailan, de 4, nacido en Colombia; y Siena, de 1, nacida en Perú.
Abatida por la desesperanza, dijo que, en ocasiones, había contemplado quitarse la vida. Pero la idea de infligir un dolor más profundo a sus hijos le ha impedido hacerlo, afirmó.
Muchas de las madres sienten que las únicas opciones que les quedan son imposibles. Marielis Luque, que salió de Venezuela hace ocho meses con sus dos hijas, recorrió siete países antes de que su marcha se detuviera en México.

Marielis Luque, en el centro, salió de Venezuela hace ocho meses y fue secuestrada en Tapachula.

Migrantes esperando vuelos de repatriación en Tapachula.
Fue secuestrada en Tapachula y obligada a pagar 100 dólares por su libertad, dijo, una suma casi inalcanzable para muchos en la ciudad.
“Me arrepiento de haber venido y que mis hijas tuvieran que vivir todo esto”, dijo con lágrimas en los ojos. “Pero quedarme en Venezuela, donde no hay nada, también me hubiera hecho una mala madre”.
Cada vez más, los que pueden regresar al sur optan por hacerlo.
Cerca del centro de la ciudad, un grupo de unos 30 venezolanos esperaba tranquilamente un autobús con destino a Guatemala, la primera etapa de su largo viaje de regreso a casa. Algunos se habían autodeportado de Estados Unidos, otros nunca llegaron a esa frontera. Pero tenían dos cosas en común: el deseo de regresar y apenas el dinero suficiente para hacer posible el viaje.
“Es mejor pasar hambre en tu país que en país ajeno”, dijo Deisy Morales, de 33 años, apenas antes de subir al autobús. “¡Me voy para casa!”

Kendrick y Kaleth jugando en una habitación alquilada por Mendoza en Tapachula. Es una de los muchos migrantes venezolanos atrapados allí, sin poder salir ni trabajar, sin medios para regresar a Venezuela.
Mariana Morales y Marian Carrasquero colaboraron con reportería.